jueves, 20 de septiembre de 2007

El cansancio del dolor


En la oficina de guardia de la comisaría 14ª, en la esquina de Bolívar y Garay, Sofía espera... los ojos llenos de cansancio y tristeza, de dolor en vela...
Se acerca el amanecer como advirtiéndole que ya no va a poder dormir, de todos modos ese golpe en el omóplato derecho de hace días, mucho no la dejaba...
Empieza a sentir la seguridad de que a partir de ahora algo va a ser distinto, la tranquilidad de que está provocando ese cambio. Comienzan a alejarse las amenazas que martillan su cabeza y sus párpados a ceder...
Hoy se lo ve tranquilo –piensa, pero ella, hace meses, no confía.
Le ve los ojos oscuros por sus pupilas dilatadas, tan lejos de la paz que le ofrecían al estar enamorados, se le acerca despacito, como para no asustarla. Sofía espera alerta, inmóvil. Sus ojos cristalinos, como siempre, desnudan su alma.
Empieza hablándole impostando un tono suave –No me mires así, no te voy a hacer nada, ¿dónde estabas?-
Sofía no puede decirle que viene de la comisaría y tal vez por el sueño no logra improvisar, confundida, no sabe bien que hora es siquiera. El silencio lo inquieta, trata de pasar su brazo sobre los hombros de ella, y Sofía lo esquiva, argumentando dolores y acompañando su negativa con un movimiento suave. -¡No exageres!- lo escucha decir.
Camina a su lado por ese ancho pasillo que nunca entendió y entran a la habitación.
El olor de toda una noche de cigarrillos se mezcla con el encierro y el vaso de vino chorreado en la mesita de luz.
Él insiste en saber en dónde estuvo y ante un nuevo silencio desinteresado, la mirada se le transforma, acerca su mano a la cara de Sofía que aguarda temerosa, de la misma forma con la que, hace años, concedía una caricia, abre sus dedos tomándola con dura firmeza de los pelos. Sofía sólo alcanza el teléfono celular, pero la acostumbrada rapidez de él lo desarman contra el piso. -Al menos sirvió para que me suelte- se dice.
Sentada, a los pies de la cama revuelta y deshecha completamente por las horas nerviosas, llena de cosas y ropas, siente algo bajo su muslo... un juego de llaves que tímidamente encierra fuerte en su mano.
Él no es tonto, sospecha, como quien ha cometido, lo que ella intenta hacer.
Sofía advierte una frazada colgando algo enroscada entre las zapatillas desatadas y mal puestas de él y ve ahí la única ventaja que puede obtener. Se dirige hacia la puerta de calle, esta vez corre por el pasillo, por su vida quizás.
Sabe que si sale ya no volverá a entrar nunca más. Los gritos de él se lo están diciendo entre los insultos, aunque no la cree capaz...
Va palpando las llaves, queriendo reconocer la de la cerradura de arriba, para ganar tiempo. Si logra cruzar la puerta y cerrarla con llave, estará a salvo, son segundos los que necesita para conseguirlo.
Abre la puerta de madera, tan alta como pesada, y de un golpe la cierra. Siente cómo sus pelos hubieran sido tironeados, cómo hubiese vuelto a ser golpeada viendo el desesperado movimiento del picaporte que proviene del lado de adentro y piensa –lo creía más inteligente como para considerarme tan boba- mientras la vuelta de llave traba la salida.
Apura el paso y entra llorando a la comisaría.
La última pesadilla parece llegar a su fin.

Un agente la despierta para decirle que en unos minutos el comisario la va a recibir en su oficina para explicarle los pasos a seguir tras su denuncia; en la radio escucha que salió el 90 a la cabeza en la nacional... -“el miedo”... hasta irónico- dice.

Se había quedado dormida por el cansancio del dolor.

1 comentario:

Germán dijo...

Bien... ¿cómo decirlo? Veamos... Hay maneras de embellecer lo ingrato, que seguirá siendo ingrato, aún en el recuerdo. Contarlo así es invitar a sentir las sensaciones de esa mujer, pero hermosamente. Como extrañar, con dolor, pero sabiendo que habrá reencuentro. Otra figura no se me ocurre. Supongo que miserables va a seguir habiendo. Espero que haya letras como éstas para librar almas dolidas, con clase, con estilo.
Gracias por compartirlo.