domingo, 20 de enero de 2008

El otro camino, el otro destino.

Me digo: Basta. Hoy lo decido. En el silencio de la noche, de este martes frío a las tres de la mañana, sólo escucho la respiración de los chicos durmiendo. Qué oído selectivo, pienso, anda esquivando ronquidos que no tolera... para acercarse a la cama de los chicos y sentirlos descansar. Mis lágrimas caen, mudas, como de costumbre, cada noche sólo llenan con sus gotas el vacío para intentar ahogar la angustia. Sentada sobre la tapa del recipiente de basura, tomando mate sin llegar a vaciarlo, para no hacer ruido y evitar así que Raúl se despierte. Horas tristes, sin duda, de instalada resignación, pero tranquilas: mías. Espero el día, la mañana, el abrazo fuerte de los chicos, la paz de sus miradas... Los gritos duran poco a la mañana, trato de despertarlo con el tiempo justo para el baño. Cuando Raúl se va, la casa parece llenarse de luz, colmarse del hogar que ahora, entre lágrimas, sueño... -Pero hoy, me decido, como que me llamo Elena- me repito, y hasta parece brotar una sonrisa en mi boca. Ya no quiero más sexo que me lastima, ni ser obligada a tenerlo, ni soportar insultos al intentar decir que no. Ya no quiero tenerle la cena servida a las nueve en punto y sentir sus protestas porque llega a las nueve y diez y está fría. Ni reservar su plato cerquita de la hornalla encendida y escuchar la puerta abrirse y tras una mirada de desprecio, por la mesa vacía, correr hacia la cocina a buscar el plato, para segundos después ver como queda tambaleando en la otra punta de la mesa, tras un manotazo que dice que ya no son las nueve. Hablar y hablar en momentos de calma, sentir ser escuchada, notar como entre justificaciones se disculpa y... poco después, un día más tarde, a lo sumo, ver pisoteadas mis palabras. Por eso, en cuanto los chicos se levanten, me decido. Si, otra vida es la que quiero, la que siento merecer... ya no más violencia; quiero tardes con el piano sonando, mientras mis alumnos practican; con las ventanas abiertas, sin sentir vergüenza de que los vecinos escuchen los gritos desaforados de Raúl; mañanas con la gata acurrucándose sobre mi pollera y ya no escondida tras el sillón; o con los chicos riendo como cuando él no está, y llorando como buenos hombrecitos si se dan un tropezón, porque... si, los hombres sufren y, si algo duele, lloran también, a pesar de que Raúl los rete. Se levantaron temprano, me abrazaron y se sentaron a tomar la leche. Después de un rato, de mirarlos y pensar en mi decisión, fui a despertar al padre; disipando, con mi mano, el halo de alcohol que lo rodeaba, lo llamé, le acerqué la toalla y la ropa, protestando por lo bajo con los ojos cerrados aún, decidió no bañarse: su mano fue directa hacia la ropa limpia, se vistió y sin decir nada salió para el bar, como cada mañana. Llevé a los chicos a la escuela, pasé por la plaza y por aquel banco en donde Raúl me besó por primera vez. Volví a casa a limpiar, ordené la ropa planchada, busqué la valija marrón, que estaba llena de polvo, la sacudí un poco y le pasé un trapo húmedo para limpiarla bien. La tarde fue tranquila, con los chicos en lo de mamá. La noche, como de costumbre, terminó con mi decisión sobre la tapa del recipiente de residuos, a las tres o cuatro de la madrugada. Llorando y con el mate en la mano. Decidí, sin dudas (siempre lo hacemos) resignar mi felicidad, mi vida, tal vez. Decidí no arriesgarme al cambio. Decidí vivir con este temor a zambullirme en el miedo que me da lo desconocido. Decidí seguir soñando con el hogar que anhelo y hacer lo que pueda para que mis hijos sean felices, a pesar de esos ratos de gritos. Con la mirada fija en el reflejo de la luz de la vela sobre el metal de la pava me pregunto: ¿qué sabor tendría el mate de esta noche, de haber elegido el otro camino, de haberle dado espacio al otro destino? Pero... decidí.

lunes, 7 de enero de 2008

Por miedo se desparraman las flores

Llegamos bien, aunque sobre la hora, además de haber estado toda la tarde haciéndole compañía a ella, por lo nerviosa que estaba a causa de la fiesta, sabía que justo ese día vos tenías que terminar de corregir tu última novela, a pesar de la fiaca que te da, mañana al mediodía la editora te espera… y tanto esperamos este día, este mañana al mediodía… Lo único que lamenté de haber llegado en ese momento fue el amontonamiento que tuvimos que sortear para intentar llegar a darle un beso a la abuela por su cumpleaños, estaba tan linda, le queda bien el azul, y ese vestido particularmente, tan arreglada como hace años no la veía... En el instante en que estábamos cerca, la veía ya, me acordé de las flores, ese ramo que armé esta tarde, medio escondiéndome en su cocina para que ella no lo vea y sigilosa llevé a casa para sorprenderla más tarde y que a vos tanto te gustó... te miré y, si..., como era de esperar, ya te habías dado cuenta de que, en el apuro lo olvidé, me miraste como diciendo “sabés que no importa, que lo lindo para ella es que estés acá, pero te conozco, vas a querer ir a buscarlo”; ofreciste acompañarme y te encontraste con Diego, tu amigo, qué hará él acá, me pregunté, pero sin dedicar tiempo para averiguar la respuesta, te besé y me fui. Hasta eufórica me puse, al saber que, a pesar de la cantidad de gente que había venido, llegué rápido a la salida y enseguida viajaba en un taxi, salí corriendo del vehículo todavía en marcha, entré a casa apurada, tomé el ramo y el chocolate para bañar el helado, -que había puesto al lado, para "no olvidarmelo"- y al salir veo que el auto baja por la callecita y se detiene en la esquina al verme; corrí para subir y volver pronto, quería estar ya al lado de la abuela, presentartela y darle el ramo de flores del jardín en verano; el taxista abrió la puerta trasera y lo que consideré un acto de amabilidad se derrumbó en el segundo en que grita: con el chocolate no podés subir… Bronca. Me da bronca, con lo sucio que había notado que estaba el coche y que me grite así como si el chocolate fuera a salirse del paquete... Freno. Giro. Y con un gesto de fastidio vuelvo sobre mis pasos. Planeando cómo voy a hacer para llegar y rápido. En cuestión de segundos pienso que tal vez, debería haberme hecho la tonta, dejar el chocolate y sonreír condescendiente, aunque no me haga bien contener las broncas, y que probablemente cuando llame para pedir un nuevo viaje de regreso éste sea el único coche disponible y tenga que subir sin chocolate, con las flores y la bronca, o una nueva bronca… De todos modos sigo camino a casa, es sábado, es tarde y a lo lejos se escuchan los apurados motores que, como de costumbre, hacen sonar los pibes que salen y recorren estas calles silenciosas, como con ánimos de sentir que sus ruidos son los más fuertes… por suerte, por la cuadra de casa no suelen pasar, a nosotros nos gusta disfrutar de escuchar música (y escucharnos entre música) o de ver alguna película, cuando no nos atrapa algún libro… Apurada por llegar veo, unos metros más adelante, una explosión como de pirotecnia que levanta una nube de polvo, de tierra y dos personas de las que no distingo más que sus siluetas remarcadas por la tenue luz del alumbrado público a estas horas, corriendo en dirección a mi, miro hacia la calle, y detrás del arbusto, que mañana pienso podar, asoma una camioneta chica y oscura de la que provienen los disparos que estoy viendo, que intentan alcanzar a estas personas, que se acercan, siento miedo y siento tu mirada diciendo “sabés que no importaba el ramo” y siento que no te di tiempo para que saludes a Diego y me acompañes y por miedo me tiro al piso, por miedo se desparraman las flores, miedo tonto, miedo que se apodera de mi y no me deja pensar, miedo traicionero que hace que mi cuerpo quede totalmente expuesto a la línea recta de tiros dibujada en el pasto que veía hasta hace un momento… Uno, dos, tres y nada más siento. Dicen que el cuarto tiro la mató.