lunes, 8 de octubre de 2007
La Protagonista
Marcelo siempre había hecho de su vida lo que le venía en ganas, laburó de lo que le parecía, y, otras veces, de lo que se le presentaba en suerte, pero siempre con la mayor convicción, como si lo hubiera estado proyectando desde siempre para que así ocurriera, como si eligiera con todas sus ganas, tal vez, de algún modo era así.
Allá por sus veintidós, con el corazón llorando la muerte de su primer amor, empezó a escribir... y andando por las noches de la vida conoció a Vanesa, la colorada, maestra jardinera y, por insuficientes ingresos, prostituta por las noches; Marcelo dedicó un par de semanas de enamoramiento a intentar convencerla para que sólo continuara con su docencia, prometiendo colaborar económicamente, sin embargo... empezó a acostumbrarse, se regocijaba de satisfacción cuando, al regresar y luego de un baño tibio, ella le aseguraba que él era el único que la acompañaba a sus orgasmos. Poco duró la relación, en una pelea callejera, Vanesa cayó en cana y él, al ver los arañazos que desparramaban su maquillaje, las medias de red casi arrancadas y sólo pedazos de su minifalda azul, percibió una imagen tan distante de la piel perfumada que se acostaba cada noche a su lado... que provocó inevitables celos; sabiendo que de ellos saldría su agresión, más oculta que inexistente..., la dejó.
Otra vez solo, escribiendo en el Tortoni, la vio pasar, rubia y apurada por Avenida de Mayo, la atracción que sintió, lo capturó con indomable fuerza.
Su nombre era Mariel, su apuro, el trabajo, al que esa tarde no llegó, caminaron bajo la lluvia, se gustaron empapados, se rieron enamorados, se miraron excitados, se amaron apasionados.
Sin conocerse decidieron mudarse juntos a una vieja casa de Once. No necesitaban más que las charlas con mate, la fortaleza de ella, el pensamiento de él; el goce de su sexo, en actos continuos, buscados, repetidos, improvisados, deseados, extasiantes, divertidos, ilimitados, parecían ser todo para sus vidas...
Mariel tenía un carácter fuerte, que fue mostrándose en una dominación nacida de la instalada necesidad de ser la protagonista.
Marcelo repartía en subtes y colectivos retazos de sus escritos a cambio de monedas que serían la comida de la noche.
Mariel había perdido su trabajo, los mareos la habían obligado a cambiarlo por semanas de reposo. Sólo esperaba la llegada de Marcelo a eso de las siete de la tarde, lo abrazaba con actitud adolescente, lo besaba, lo seguía...
Hacía tres días que estaban sin luz. El corte de gas lo habían solucionado con la garrafa que les prestó Tito, el del fondo; pero a la electricidad Marcelo le tenía respeto, no se animó a buscarle la vuelta a los cables.
Madrugada de Marzo, a la luz de la vela, cuyo fuego había encendido el último faso que le quedaba, intentaba escribir “las ventas” del día siguiente, nada brotaba de su inspiración en penumbra, tal vez era esa idea la que ocupaba su cabeza, la del ruso, no, no, no podía llegar a tanto, aunque se veía tan bien armadita que no daba espacio al error, pero... ¿y si lo cueteaban? ¿Qué hacía Mariel con su panza de siete meses?. La idea parecía crecer decidida a invadir toda su mente y Marcelo tenía que ponerse a escribir... ¿Qué diría mañana al subir al 71? ¿Qué comerían si nada tenía para reunir las monedas que le daban los pasajeros de la línea B?
Eran casi las cinco y sólo papeles en blanco sobre su mesa, papeles en blanco y el diagrama que le trajo el ruso... en un par de horas tenía que subir al bondi y nada nacía de su imaginación, el humo la llevaba para otro lado. Se puso la campera, apagó la vela y agarró las llaves. Mariel dormía. Caminó hasta lo del ruso para decirle que contara con él, pero que necesitaba que le banque unos pesos hasta ese día –yo al hambre lo mato con unos mates, pero la flaca necesita alimentarse, por la nena, ¿viste?- explicó; el ruso, alguna vez había pasado por esas, con una mano cacheteó comprensivo a Marcelo, con la otra sacó del bolsillo del pantalón algo de guita.
Casi de día se acostó al lado de Mariel, despacito para no despertarla. Aunque durante esas sesenta y seis horas ya casi no durmió; como siempre, estaba convencido de lo que iba a hacer, pero necesitaba estar despierto para ultimar detalles en su cabeza, para vislumbrar posibles finales, imaginar escenas...
Mariel le preguntaba por qué no salía a vender, por qué no podía escribir, de dónde estaba sacando plata. Marcelo era indiferente a sus insistentes interrogatorios, últimamente los diálogos eran con él mismo, no más; si hasta al ruso sólo lo escuchaba, en realidad... no necesitaba preguntarle nada, el tipo explicaba todo como a él le gustaba...
La flaca ya no decía nada, sólo pensaba, masticaba como podía su bronca... ¿por qué no le contaba nada? ... a ella...
El día llegó, el sol parecía haberse instalado eternamente, demoraba en llegar la hora indicada. Marcelo hacía mate, tomaba uno o dos, se levantaba, caminaba por el patio con ojos nerviosos y mandíbulas poderosamente unidas; Mariel lo miraba, esperaba que hable..., que se arrepienta de su silencio..., que la incluya..., él sacaba del bolsillo de la camisa una hoja doblada, la devoraba con atenta dedicación, la volvía a plegar y a guardar, continuaba delimitando el patio con sus pasos, se sentaba, se quejaba del agua fría, otra vez la pava al fuego y la escena volvía a empezar, a repetirse.
Se hicieron las veintidós y Marcelo advirtió que no había pensado en cómo avisarle a la flaca, por las dudas.
Ella sirvió la comida, él no comió, sólo consumía cigarrillos.
Después de la cena, se le acercó y le dijo –cualquier cosa, llamá al celular del ruso, yo voy a estar con él... -, dejándole un aparato a ella. La besó, como trámite obligado, y se fue.
Mariel explotó en llantos, la bronca, el dolor, la angustia, no sabía bien qué sensación tenía, pero todo su cuerpo reventaba en lágrimas...
De alguna manera sentía miedo por Marcelo, eso de juntarse con el ruso... pero su orgullo estaba malherido... ella, justo ella no sería la protagonista...; sus ideas sólo rondaban entre la venganza y la maldad, era la única forma de conseguir el papel principal, tiempo para algo más elaborado ya no había.
Marcelo se reunió, en lo del ruso, con sus compañeros que no conocía.
El plan era perfecto.
Al ruso nunca le fue mal.
La entrada sería en una hora veinte.
El auto esperaba en la puerta.
El botín era importante, aún teniendo en cuenta los gastos. A Marcelo le tocaba el segundo número en la división, el ruso le tenía mucha confianza, suma fuerte, incluso considerando las deudas.
Mariel cruzó el patio humedecido por la llovizna del otoño, subió al cuartito donde Marcelo se ponía a laburar sus palabras; revolvió todo, rompió la cerradura del cajón de arriba y no encontraba datos, rastros, nada... Las contracciones eran fuertes, pero nada la frenaba, sabía que eran provocadas por los nervios, se sentó en el banquito verde recostada hacia atrás, acarició su panza, tratando de relajarla y en el cesto de basura, una vieja lata de aceite, descubrió los pedazos de aquella manoseada hoja. Juntó con apuro las partes y armó las explicaciones que no le habían sido dadas. Calculó la hora a la que entrarían a la droguería. El odio que sentía acaparaba todo su ser... si hasta sentía olor a pólvora en su deseo de que Marcelo aprenda a no dejarla afuera...
En cuarenta minutos sería la protagonista...
Llamó a la policía. Mostró su reconstruída prueba. Como siempre daban vueltas y llamaban a la dependencia; Mariel pidió permiso para ir al baño, aludiendo dolores de parto, ya era la hora, se llevó el celular y lo llamó al ruso, con voz de simulada desesperación le dijo –cayó la policía, cuidame a Marcelo- lógicamente ya era tarde, tal como lo había planeado.
Al ruso lo mataron, hacía rato que lo buscaban, los pibes escaparon y Marcelo... gravemente herido.
Años lejos de Mariel, sin conocer a su hija, sin saber siquiera su nombre, sin haber visto sus ojos; pensando en que había fallado...
Más o menos así venía su vida cuando lo conocí... Aunque desconocía sus andanzas... Sólo sabía de su separación de Mariel y de su hija Gabriela, (creo que así le hubiera gustado llamarla)
Me enamoré, tal vez me deslumbró la puerta a la vida que me mostró...
A los pocos meses, impulsada por mi forma de ser, o por la crédula ilusión de los sentimientos claros, no sé bien por qué, pero me dejé llevar, quizá no podía verlo lejos de su hijita. La busqué y me encargué de traer otra vez a escena a Mariel, muy agradecida, al principio; pero al sospechar que mi papel al lado de Marcelo prometía ser fuerte, importante, protagónico a sus ojos, empezó a ser distante en su trato, a aplicar ironía en sus palabras.
Una tarde me sorprendió en la cocina, preparando café, con amabilidad ofreció continuar, acepté con intenciones de que la relación se torne amena... Sirvió dos tazas mientras se despachaba a gusto detallando todo lo que Marcelo no quiso o no supo contarme, explicó ella... todo parecía salir de una imaginación fantástica, poco podía creer, nada quería creer... ella continuaba hablando. Apuré el trago quemándome la boca y empecé a notar como su voz se diluía en el aroma del café, se deshacía en el aire; a pesar de mis intentos por mirarla, sentía que nada podía ver, todo se estaba yendo de mi lado; tenía frío cuando escuché la llave abriendo la puerta y pensé en correr a abrazar a Marcelo... no podía moverme, todo estaba lejos. El escenario paralizado, yo me alejaba...
Oí su grito diciéndole a Mariel: -¡¿Qué le hiciste?!
Ella dejó que estuviéramos solos, Marcelo con su mirada agachada, lloraba, derrumbado en el piso de la cocina. La miró pidiendo explicaciones y ella, irónica, encendió la radio, esbozó media sonrisa, mostrando su venenosa actitud vengativa.
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